Cada tarde de domingo que salía a correr la encontraba sentada en el mismo banco, frente a aquel pequeño universo de agua. Era un parque inmenso, pero ambas compartían el don de la rutina y desde hacía tiempo se había convertido en una costumbre: la joven apuraba su marcha, estiraba sus músculos y se subía la cremallera de la chaqueta para no helarse. La anciana la miraba sonriente y hacía un hueco a su lado para que se sentara. Durante un rato el silencio las acompañaba, hasta que la joven se disponía a hablar.
—He tenido una semana reveladora —dijo—: creo que, por fin, he madurado.
La mujer la escuchaba con atención, a pesar de que seguía mirando el agua fijamente.
—Estoy enamorada —continuó la joven—, pero me he dado cuenta de que el amor ya no es un pilar tan importante en mi vida. Ahora quiero realizar otras actividades que me llenen, como estudiar, viajar, leer…; luchar por tener una vida plena, pero sin necesidad de depender de nadie más que de mí.
—Comprendo. ¿Y qué problema hay con eso, cielo? —preguntó la anciana.
—Pues que por un lado estoy feliz, porque he ganado confianza en mí misma y ahora tengo las cosas más claras pero, por otro lado, tengo miedo de las consecuencias de este cambio. ¿Significa que perderé las ilusiones de mi juventud, que dejaré de <<sentir>> como lo hacía antes?
La anciana esbozó una pequeña sonrisa y dejó de fijar su vista al frente para mirarla.
—Significa que has aceptado que estás sola frente a este mundo. No debes tener miedo.